¿Qué es lo que queremos como mujeres filósofas?
El debate público sobre la subordinación, la violencia y la invisibilización que enfrentan las mujeres en los distintos espacios comenzó a interpelar a las más sólidas instituciones. La Dra. Mariela Solana reflexiona sobre este flagelo en la disciplina más antigua de la humanidad.
Mariela Solana (UNAJ) para Agencia CTyS-UNLaM
Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Buenos Aires y docente de Prácticas Culturales en la Universidad Nacional Arturo Jauretche.
Creo que podría haber cursado toda la carrera de Filosofía sin haber leído mujeres filósofas. Por suerte, no fue el caso. Tuve la dicha de leer –mejor dicho, de devorar– la obra de varias filósofas extraordinarias, pero siempre sospeché que se debió más a un interés personal o a un cruce accidental con docentes y estudiantes feministas. De ninguna forma se trató de un plan estructural por fomentar una mejor y más justa representación en el campo filosófico. Sí, tuve docentes-filósofas mujeres que admiré y que me enseñaron que es posible abrirse camino en un ámbito tradicionalmente hostil a lo femenino. Históricamente, la filosofía no fue sólo una disciplina de varones sino una disciplina caracterizada por el desprecio a las mujeres y a sus “asociaciones”: el cuerpo, las emociones, lo particular, lo material. Recordemos que Aristóteles y Tomás de Aquino sostenían que la hembra era como un macho mutilado o como un varón invertido; o que Kant afirmaba que las mujeres, a las que llamaba el sexo débil, tenían un sentimiento innato para todo lo bello, bonito y adornado. Hay excepciones, obviamente. También aliados –cómo dejar de nombrar a John Stuart Mill– pero nada de esto anula la imagen general.
De todos modos, creo que lo verdaderamente sorprendente no es que esas palabras hayan sido pronunciadas por varones filósofos o que las mujeres brillen por su ausencia en la carrera de Filosofía, lo sorprendente es que esto no sorprende lo suficiente. Quizás tenemos naturalizada la idea de que la filosofía es un club de caballeros. O, quizás, se trata de una de las maneras más sutiles pero incisivas en las que la desigualdad se manifiesta más profundamente: negando su relevancia. Durante mucho tiempo creí que la filosofía y las ideas no tenían género, que las ideas que valen la pena leer surgen de mentes brillantes (y no de cuerpos específicos), que es el mérito y la capacidad de argumentar aquello que eleva a un grupo de pensadores al Olimpo del canon establecido. No niego que los pensadores que conforman el canon filosófico no sean brillantes, para nada. Pero sí me pregunto: si también existen mujeres filósofas brillantes, ¿por qué su reconocimiento es tan limitado? O, incluso admitiendo que hubo menos mujeres filósofas a lo largo de la historia occidental —porque nunca fue sencillo el acceso al conocimiento para las mujeres— ¿por qué no se remarca esta desigualdad?
En la década del ‘70, feministas académicas de Estados Unidos protestaron contra la ausencia de mujeres en sus campos de estudio quemando sus diplomas. No propongo reproducir el mecanismo de protesta pero empatizo con su frustración, con su bronca, con su necesidad de organizar la rabia contra una academia profundamente desigual. ¿Cuál es la solución? ¿Cómo transformamos las humanidades para volverlas menos excluyentes? ¿Basta con agregar mujeres filósofas a los programas existentes? ¿Pedimos el cupo femenino en los puestos de trabajo y en los contenidos temáticos? ¿Qué es lo que queremos como mujeres filósofas?
La estrategia de sumar mujeres a los campos de estudio como si la falla fuera únicamente cuantitativa no es suficiente. Ya lo recordaba Joan W. Scott cuando reflexionaba sobre la falta de sujetos minoritarios en los libros de historia. Ante esto, la respuesta de las nuevas historias minoritarias era traer a primer plano lo oculto. Si bien en un principio esta estrategia fue necesaria, el problema es que el proyecto de visibilizar experiencias minoritarias dejaba fuera el examen crítico del funcionamiento del sistema ideológico mismo. La historiadora nos advierte que sumar sujetos a la historia –o a la filosofía– sin reflexionar sobre los motivos estructurales de su ocultamiento es insuficiente. Incluir nuevas voces es clave pero es todavía más importante desnaturalizar la supuesta a-generidad de las humanidades, la meritocracia que parece reinar nuestras casas de estudio y que impiden vislumbrar las relaciones de poder que habilitan que unos sujetos aparezcan y otras se eclipsen.
Volver a la filosofía feminista no significa meramente estudiar a las mujeres filósofas, o al género como problema ontológico. Ni siquiera significa atender a las estructuras sociales, culturales y políticas que producen la desigualdad, como proponía Scott. Incorporar “una perspectiva de género” en las aulas, en los programas, en las instituciones, en los sindicatos docentes –algo que está tan de moda hoy en día, especialmente en boca de varones progresistas– no significa nada si no se modifican las prácticas cotidianas que perpetúan las múltiples y sutiles formas de violencia que las mujeres padecemos día a día.
Otra filósofa admirable, Sara Ahmed, utiliza la figura de la feminista aguafiestas [feminist killjoy] para caracterizar a aquellas feministas que arruinan la fiesta del machismo. Puede ser la mujer que, en un almuerzo familiar, no se ríe del chiste machista; la que responde a la pregunta “¿tenés novio?” rechazando los presupuestos heterosexistas de la misma; puede ser la madre que devuelve los juguetes sexistas que sus hijxs reciben para sus cumpleaños; o, volviendo al tema en cuestión, la persona que en una reunión académica, docente o sindical en la que la palabra es monopolizada por los varones presentes, detiene la reunión para remarcar el problema. Es la colega que no admite que un hombre le explique condescendientemente ningún tema –el famoso mansplaning. Es la docente que no admite el comentario misógino en clase. Es la estudiante que tacha los comentarios machistas en las puertas de los baños públicos. Es la filósofa que se niega a escribir un artículo sin citar la obra de mujeres, personas no blancas y desobedientes sexuales. Son las compañeras siempre atentas a cualquier denuncia de abuso sexual que ocurra en sus instituciones.
Pasé gran parte de mi carrera como estudiante de Filosofía sin poder ver el problema de género, sin preguntarme, siquiera, si la Filosofía tiene género. Pero ya no. Porque cuando el feminismo irrumpe en la filosofía, mejor dicho, cuando el feminismo irrumpe en nuestras vidas, ya nada es lo que era y ya nada lo será. Afortunadamente.