¿Por qué las penas no ahuyentan femicidas?
Tres miradas complementarias estudian las limitaciones del sistema penal para frenar los crímenes y violaciones de mujeres. Advierten que lo que falta son estrategias preventivas y de gestión del conflicto, antes que estrategias represivas.
Carolina Vespasiano (Agencia CTyS-UNLaM) – El mes de abril fue trágico para las mujeres. Todos los días moría al menos una a manos de un femicida. La muerte las encontró en la calle, al salir de las discotecas, violadas en terrenos lejanos, acorraladas en sus propios dormitorios.
La muerte es el último eslabón de una cadena de violencias que acechan a la mujer. Solo en este punto, el final de la vida, es que los medios y la política se preguntan qué hacer. La respuesta es casi unánime: penas más duras, cárcel perpetua a los criminales. Punitivismo.
Los feminismos y movimientos de mujeres advierten el peligro de esta reducción del problema y se preguntan por las causas del sufrimiento del género sometido y las herramientas para su emancipación. La respuesta es casi unánime: prevención.
La antropóloga Rita Segato, la abogada Ileana Arduino y la trabajadora sexual y gremialista Georgina Orellano debatieron sobre el tema en la jornada “Los feminismos frente a la tentación punitivista” del Instituto Gino Germani (UBA) y ensayaron algunas conclusiones: las mujeres no quieren venganza, la desigualdad entre sexos es una realidad, los violadores tienen moral y el Estado no es el único que debe dar respuestas.
Arduino habla sobre las falencias del sistema penal al abordar los delitos vinculados a la violencia de género desde un plano de igualdad entre hombres y mujeres, sin considerar las diferencias estructurales y asimetrías de poder que aparecen en sus vínculos.
Los movimientos feministas contemporáneos construyeron dos demandas clave para combatir la violencia de género: la autodeterminación –la libertad de ser y desarrollarse- y la protección. Según la especialista, el sistema penal toma solo el pedido de protección y lo malversa: de reclamo de atención y acompañamiento a la víctima, pasa a ser una falsa sed de venganza.
En esta línea, explica que el eje puesto en la sanción convierte un problema social en un problema interpersonal, en el que los individuos son los responsables de los hechos, y genera “una reconducción tácita y permanente a la condición de víctimas para algunos y de victimarios para muchos otros, que luego van a ser recortados por otras intersecciones, como la clase social”.
En otras palabras, lo que se desdibuja es la dimensión política y colectiva del problema, en pos de una progresiva segregación de los sectores más vulnerados. De ahí que el sistema presenta una paradoja, ya que, por un lado, universaliza el reclamo de protección al tipificar la figura del femicidio, pero, por otro lado, individualiza el crimen.
Bajo la óptica penal, la sanción es el aliciente de las víctimas. Solamente allí interviene y las invita a participar. La víctima –la víctima ideal para este sistema- es aquella que reivindica el dolor en el castigo del agresor. Sin embargo, antes y después del veredicto, esa persona no es asunto del Estado, y su tratamiento del trauma queda fuera del alcance de lo jurídico.
Lo que falta, desde esta mirada, son estrategias preventivas y de gestión del conflicto, antes que estrategias represivas. ¿Cómo lograrlo? Arduino propone la inclusión de una perspectiva de género en la interpretación de los crímenes y en las medidas para su reparación, cuestión que ayudaría a eliminar las falacias que alejan al derecho de la realidad, como la presunción de igualdad entre hombres y mujeres.
A su turno, Georgina Orellano recorre las prácticas punitivas estatales que empujan a las trabajadoras sexuales a la clandestinidad, al tiempo que favorecen un mercado paralelo de explotación. Particularmente, plantea la criminalización del trabajo sexual autogestivo a partir de la sanción de la Ley 26.842 de Prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas, en diciembre de 2012.
Según Orellano, esta ley omite el consentimiento en el trabajo sexual, y reduce a las mujeres que eligen la prostitución al binomio víctima-victimario: “Hay compañeras que tienen arreglos económicos, como el cooperativismo, que para la justicia siempre es explotación. No se puede pensar que hay mujeres que ejercen el trabajo sexual de manera autónoma”.
Así, son sometidas a allanamientos policiales sin veedores, a abandonar sus hogares y sus pertenencias, a realizar trabajo comunitario gratuito, a pagar alquileres más altos en función del trabajo clandestino, y a no percibir ayuda estatal para la reinserción social y laboral, aun cuando son consideradas víctimas de explotación sexual.
Rita Segato cuestiona la idea de que el Estado pueda transformar las violencias estructurales contra las mujeres. En efecto, sostiene que el debate sobre la violencia de género fue “secuestrado por sectores que no están interesados realmente en el bienestar de las personas, sino que utilizan el sufrimiento de mujeres y hombres, y de todos los sectores de la sociedad”.
La antropóloga plantea que la visión punitiva evita un debate previo que es el rol de las cárceles como reproductoras de la lógica patriarcal y colonial sobre los sectores oprimidos. La discusión que falta, según su perspectiva, es entender cómo se manifiesta la sexualidad y el poder en la sociedad contemporánea.
Tras años de trabajo etnográfico con violadores en cárceles, Segato señala que “el violador es un moralizador, alguien que se ve con superioridad moral frente a la víctima, porque la víctima es —desde un patriarcado como primera estructura de poder— alguien que está en desacato, al igual que todos los obedientes que ejercen una sexualidad no normativa. El violador es un castigador”.
Para Segato, punitivismo y violador son la misma cosa, ya que ambos exponen una superioridad moral que sanciona al que no respeta la norma. “La cárcel es el lugar donde el cuerpo del violador será destruido, porque la violación es una violación al otro hombre por medio del cuerpo de la mujer. Por eso es el más odiado: porque el que viola a una mujer está violando a su parentela, a su padre, a sus hermanos y a la sociedad entera”, explica.
El castigo llega con el delito consumado pero, antes, se producen una serie de acciones violatorias que son antesala de lo tipificado como crimen. “El trabajo está en la masa de agresiones diarias con que una mujer tiene que lidiar diariamente para probar que es un sujeto moral”, afirma la antropóloga.
De todas formas, la experta no cree que el freno a la violencia esté en manos del Estado. Propone, en cambio, una solución más creativa o, en sus propios términos, más femenina. “La historia de las mujeres —sostiene— tiene otra politicidad y esa historia política no lleva al Estado, lleva a otras prácticas que son políticas también, a otras tecnologías de sociabilidad, a formas no utópicas, formas pragmáticas, que permiten improvisación, sin burocracia”.
El terreno de las oportunidades no son las rejas ni los despachos, son los espacios comunitarios. Son las propias mujeres en acción.