Política científica, ¿hacia dónde vamos?
La Socióloga María Elina Estébanez analizó los lineamientos argentinos en ciencia y tecnología, y aseveró que la continuidad de una planificación científica requiere de “acuerdos políticos de largo plazo y diagnósticos económicos realistas".
Carolina Vespasiano – Agencia CTyS-UNLaM La política de ciencia y tecnología en Argentina se ha transformado en un campo de observación de la construcción de políticas de Estado. Estas políticas son tanto más un proceso, con sus continuidades y rupturas, que un logro acabado de la democracia argentina.
Para la socióloga María Elina Estébanez, el reciente recorte presupuestario en el área destapó un conflicto de múltiples causas estructurales, políticas, económicas y culturales. En diálogo con Agencia CTyS-UNLaM, la experta analiza cada una de estas variables en la construcción de la política científica argentina y los posibles caminos para materializarla.
-¿Cómo se construyó lo que hoy conocemos por “política científica”?
Las políticas científicas, como área del Estado, surgen a mediados del siglo XX a nivel global. La concepción original sostenía que había que apoyar a la ciencia sin importar la orientación temática original con todos los recursos disponibles ya que, a la larga, derramaría beneficios sobre la sociedad. Esta idea se fundaba en la tesis de una dinámica lineal del impacto de la ciencia en la sociedad, y en la confianza social respecto a la idoneidad de los científicos para elegir sus temas de investigación, conocer los problemas relevantes, decidir cómo investigarlos y hacia dónde dirigir sus actividades. Con los años, esa concepción se relativizó a nivel global y se empezó a discutir que había que darle una cierta orientación a las políticas científicas por fuera del criterio de los investigadores. Entonces, aparecieron las prioridades político-militares del Estado: la inversión en ciencia y tecnología para la carrera armamentista. Después, entre los años '80 y '90, se gestó la discusión acerca de las demandas de los sectores productivos que requerían de la ciencia y la tecnología para desarrollar competencias de innovación y desarrollo industrial. A finales del siglo XX se agregó otro panorama: la ciencia también debía dar respuestas a demandas sociales y ambientales.
-¿Qué orientaciones prevalecen en el contexto regional?
Hoy en día estas concepciones prevalecen en diferente medida en las acciones de política pública regional. Pero hay tendencias conservadoras muy fuertes dentro de las comunidades científicas —sobre todo en países como el nuestro— que generan un discurso muy fuerte de autonomía, y que se refuerza en un contexto de una baja dotación de recursos para las ciencias: estamos hablando de presupuestos en la región que no superan el 1 por ciento del PBI como inversión en ciencia, cuando en países de alto desarrollo científico superan dos o tres veces esa cifra. En Argentina, con una comunidad científica importante, y con recursos que no están aún realmente a la altura de las recomendaciones internacionales, la tendencia a resistir las injerencias gubernamentales en la actividad científica se refuerza. De todos modos, hay que señalar que el fenómeno de la resistencia a los límites para la autonomía de la ciencia es un comportamiento sociológico bastante extendido en muchas comunidades científicas del mundo.
-¿Cómo evalúa la política científica argentina?
La política científica argentina ha querido afrontar dos desafíos: aumentar anualmente el presupuesto de ciencia y apostar por el vínculo de la ciencia con las demandas sociales y productivas. La segunda batalla es más compleja y de resultados menos lineales. Venimos de una tradición muy cientificista en materia de política científica, de apoyo principal a la ciencia básica y de dejar un amplio margen de autonomía a los científicos en las decisiones sobre qué hacer y cómo hacerlo. El país muestra grandes logros en la conformación de fuertes tradiciones de investigación en algunos campos, la física, las biomédicas, entre otras, incluso con premios Nóbel en el camino. Procesos de modernización de la ciencia de los años '50 y ‘60 en nuestro país marcaron una “edad de oro” que hizo escuela en la región. Sin embargo, a la vez que esta tradición se mantuvo en el tiempo, fueron surgiendo dificultades sistemáticas de lograr una sinergia clara y sostenida de vinculación de nuestras capacidades científicas y tecnológicas con las necesidades de la industria y la economía en general.
-¿Cómo fue la respuesta del sector industrial a la política científica argentina?
La preocupación por reorientar la ciencia en función de las demandas del aparato productivo nace en los años ‘90 y se mantuvo en los últimos años a lo largo de distintas gestiones ministeriales. Sin embargo, no tuvo el éxito esperado, porque los esfuerzos económicos aplicados por el Estado para apoyar desarrollos tecnológicos orientados a la innovación productiva deberían haber estado complementados con una respuesta más contundente del sector industrial y productivo, ya sea para implementar los nuevos conocimientos, realizar las inversiones de riesgo necesarias o incorporar recursos humanos formados en I+D en sus propias empresas. Para fomentar adecuadamente esa articulación del aparato productivo, la investigación y el desarrollo, todos los sectores involucrados, tanto el sector privado y productivo como el Estatal, tienen que ser proactivos a invertir, tiene que acompañar y diseñar estrategias más allá del corto plazo.
-¿Qué causas llevaron a este escenario que usted plantea?
Por un lado, existe un déficit en el desempeño del sector privado industrial que tiene que ver con una búsqueda de recursos del Estado (subsidios, ventanilla de negocios financiero) y una cultura afirmada en la búsqueda de ventajas financieras y menos en la motivación innovadora. Han sobrevivido sobre la base de esas especulaciones más que de la inversión de riesgo. Por otro lado, si la economía tampoco da señales claras respecto a su evolución, si no hay acuerdos políticos básicos sobre un modelo de desarrollo a seguir, si no hay escenarios futuros socialmente consensuados y proactivamente buscados, es menos probable que se generen condiciones estructurales de apuesta del capital privado hacia la innovación tecnológica. De esta manera, hay una escisión entre la voluntad planificadora del Estado en materia de ciencia y tecnología y el comportamiento de los actores involucrados en la concreción de los planes, entre ellos, la comunidad de investigadores, el sector productivo, los agentes políticos. Si los planes no se insertan en acuerdos sociales amplios y no se basan en diagnósticos económicos certeros, no se pueden llevar a cabo. Ningún plan de Estado se puede hacer sobre la base de un descalabro económico.
¿Qué soluciones considera viables?
Para tener éxito en una planificación, es importante entablar diálogos entre los diversos “públicos” de la ciencia (los científicos, los ciudadanos, los políticos, los empresarios) y articular las metas de la política científica con lo propio en otras áreas como educación, salud y economía. La planificación es tan importante como la articulación intersectorial e interministerial. La ciencia de calidad y alta productividad es una base indispensable, pero en alguna medida – y no en menor medida- la ciencia también tienen que orientarse a dar respuestas a demandas concretas del entorno social y económico, no todo son buenos papers, o gran cantidad de patentes, que están registradas pero no se aplican. No todos los recursos humanos en ciencia tienen que tener como único destino el propio Estado; el CONICET no debe ser la única opción profesional para los investigadores; las grandes metrópolis del país no deben ser él único ámbito de trabajo de los investigadores. La absorción de la ciencia y la tecnología en la sociedad argentina debiera ser el resultado de una acción coordinada entre la política científica, la política económica, la política educativa. Hay muchos mitos que impregnan el pensamiento nacional de la política científica.
En este contexto, ¿cómo evalúa la política de ampliación de CONICET, hoy truncada por el recorte presupuestario?
La política de la ampliación de la planta CONICET se tenía que llevar a cabo sobre la base de un Estado que financie la capacitación de recursos humanos para que capilarmente ingresen a distintos sectores de la sociedad en los que puedan generar innovación. Eso no ocurrió. Actualmente, el Estado forma doctores y después los tiene que volver a contratar en el CONICET. De ese modo, frente a restricciones presupuestarias, ocurre lo que pasó. Los otros 500 científicos no absorbidos por CONICET tendrían que ser tomados por universidades, por empresas, por otros organismos del Estado. En esta coyuntura, el CONICET se transformó en el único organismo capaz de brindar una carrera estable para los investigadores, y eso no se puede naturalizar porque, a su vez, dispone de menos recursos para investigar. Frente al conflicto vigente, la solución por el momento no parece ser estructural sino solo coyuntural. Para darles recursos a esos investigadores que serán reubicados, se tiene que sacar plata de otro lado.
¿Qué opinión tiene acerca de la noción de “ciencia útil” que utilizó el ministro Lino Barañao para referirse a las ciencias aplicadas?
La ciencia es un tipo de actividad humana que no está hecha necesariamente para resolver el corto plazo, sino sobre todo para problemas en el largo plazo, porque, desde que se plantea un tema de investigación hasta que se lleva adelante, esa investigación produce resultados, papers, y patentes que, para que sean aplicados, pasan tiempos largos. Así, la utilidad es un fenómeno que tiene aspectos paradójicos. Por un lado, es un significado que atribuyen los propios investigadores a lo que hacen. Por otro lado, es una evaluación que realizan otros sujetos sobre la presunción del uso posterior de un resultado de investigación o un desarrollo tecnológico. En ambos casos esto ocurre con independencia del resultado o sea, si lo que investigan y generan luego es aplicado o no. Finalmente se habla de ciencia útil cuando un logro científico y tecnológico ha sido utilizado en el desarrollo de un bien, un proceso, una práctica social o productiva en respuestas a demandas concretas de la sociedad. Sin embargo, en el marco de un país donde los recursos de la ciencia son mayormente públicos, es importante que esa idea de utilidad no sea solo concebida por los científicos o por los políticos o por los empresarios, sino que exista un escenario ampliamente democrático y participativo para definir las necesidades, las utilidades y la asignación de recursos para garantizar los medios de atención de tales demandas. Se sabe que muchos de los problemas ambientales y sociales que afectan nuestras sociedades están relacionados con el modo en que se concibe, se producen y se aplican conocimientos. Hay que descargar a la utilidad de su sentido estrictamente económico-empresarial y asignarle este otro valor que es social y ético.
-¿Qué aspectos de lo social han recibido menos impulso?
Si bien el Estado ha puesto dinero en vinculación productiva, invirtió menos dinero en el financiamiento de la orientación del aparato científico hacia demandas sociales y mecanismos de intersección entre la sociedad y los científicos. A veces, las utilidades de un sector se confrontan con las utilidades de otro. Ahí debería estar el Estado, con la función de sentar a las distintas partes en pugna cuando hay conflicto de intereses sobre el valor que se le va a dar a la utilización de un conocimiento científico. Si el Estado resigna ese rol de interlocutor entre estas fuerzas en pugna, estamos en un problema. Hay que tener la voluntad de las distintas fuerzas políticas.
-¿Cómo evalúa la relación de la sociedad con la ciencia?
Vivimos en una sociedad donde hay más conciencia de que la ciencia y la tecnología no son idílicamente la solución global a los problemas de la humanidad sino que son un camino muy eficaz, eficiente y poderoso, pero que, así como presenta soluciones benéficas, puede presentar riesgos en muchos frentes. Si uno mira a largo plazo, puede observar que hay una mayor conciencia social y reconocimiento del lugar de la ciencia como sistema o como actividad que es importante sostener, lo que no necesariamente implica que haya habido apropiación, que tiene que ver en parte con una mayor alfabetización científica del ciudadano, pero sobre todo con la capacidad de incorporar esos conocimientos y tecnologías como algo propio del accionar de ese ciudadano. No se trata únicamente de usar una tecnología, sino hacer que la tecnología responda a las propias necesidades. Creo que falta una capacidad de intervenir, controlar, observar y apropiarse de las tecnologías.