Las “artes menores” ponen en jaque la visión elitista de la cultura
Históricamente, la Academia consideró marginales a las expresiones estéticas que tenían una utilidad o contenido político y social, como el arte precolombino o la técnica del grabado. Los medios de comunicación también fueron excluidos del “gran arte”.A lo largo del tiempo, las universidades fueron partícipes de esa negación pero, hoy, protagonizan la lucha por el reconocimiento.
Nadia Luna - Leandro Lacoa (Agencia CTyS) - Algo en el cuadro no cerraba. Estaban aquí mucho antes de que los españoles llegaran, allá por 1492, e impusieran su modo de ver el mundo en todos los ámbitos de la cultura. Sin embargo, cuando en 1964, el académico Julio Payró creó la primera carrera de Historia del Arte del país, borró la producción artística indígena con una pincelada discreta. “Toda elección responde a una posición ideológica”, dirá la profesora Graciela Dragoski, en ese entonces estudiante de la flamante currícula. Al ver que las materias avanzaban pero el arte precolombino no llegaba, consultó acerca de esta ausencia al propio Payró. Su respuesta fue trazada sin vacilación: “¡Pero Graciela! Si usted quería estudiar cacharros, se hubiese anotado en arqueología. Acá, estudiamos el gran Arte”.
Por mucho tiempo, el arte precolombino y el arte popular americano fueron englobados dentro de las “artes menores”, el “arte con minúscula” o la “artesanía”. Una suerte similar corrió la técnica del grabado, debido a su contenido político y social, entre otras razones. En tanto, los medios de comunicación también suelen ser dejados de lado a la hora de hablar de arte. ¿Se producen manifestaciones estéticas en ellos? Cada uno de estos aspectos sigue siendo motivo de debate. En este contexto, la universidad aparece como protagonista ineludible, al ser el lugar por excelencia de la producción y transmisión del conocimiento.
Eliminar el arte “subversivo”
La concepción hegemónica acerca de qué es arte comenzó a delinearse con el período clásico o grecorromano, continuó organizándose durante el Renacimiento y terminó de legitimarse en el siglo XVIII, al amparo de la filosofía iluminista y el nacimiento del neoclasicismo. En ese momento, surgió el “trípode” de disciplinas que estudiarán el arte: la estética, la historia del arte y la crítica del arte. Así, se estipuló que una obra era artística si cumplía con ciertas categorías que se arrogaron el derecho de instituirse como universales. Por ejemplo, tener una forma armónica y ser autónoma, es decir, estar descontextualizada política y socialmente.
“Si la obra no cumplía con esas categorías, no pertenecía al “gran arte”, explica Dragoski, directora del Centro Cultural Paco Urondo (FFyL – UBA) y ex docente de la Universidad Nacional de La Matanza (UNLaM). “La obra solo debía causar placer y displacer. Por lo tanto, toda aquella producción que conllevaba una utilidad, como ser funcional a un ritual, quedaba afuera de la clasificación. Lo mismo sucedía con obras que tenían una función político-social, como las de Ricardo Carpani”. De este modo, los indígenas y los integrantes de sectores populares que producían manifestaciones estéticas no eran considerados artistas sino “artesanos”, de manera despectiva, como gente que tenía una buena técnica, que sabía tallar, pero que repetía fórmulas sin creatividad.
De esta manera, la primera carrera de Historia del Arte del país siguió ese canon hasta 1973 cuando, finalmente, se incluyó al arte precolombino. Pero no solo eso. “La materia pasó a ser el eje de la carrera, junto a otras asignaturas que coincidían con la ideología de que la cátedra tenía que servir a una comunidad nacional y latinoamericana. Se llamaba ‘Arte del Tercer mundo’: la mitad de los contenidos se referían al arte precolombino y, la otra mitad, al arte de África y Oceanía. Esta currícula duró lo que duró el veranito democrático de Cámpora y Perón”, recuerda la directora del Urondo.
Durante la dictadura que se inició en el ’76, además de la desaparición de alumnos y docentes de la UBA, también desapareció esa materia. La justificación era “eliminar los elementos subversivos que iban en detrimento de la cultura occidental y cristiana”, cuenta Dragoski. Pero, con la vuelta a la democracia en el ’83, la situación no cambió demasiado.
“Tuvimos una ‘intelligentzia’, como diría Jauretche, que negó el contenido simbólico y los valores estéticos de lo precolombino”, sentencia. “Actualmente, la materia Historia del Arte I (Americano y Argentino) comienza en la época colonial y el arte precolombino quedó afuera, con lo cual negamos una parte de nuestra historia, pero, además, negamos toda una producción de artistas que se hacen cargo de esa América profunda, como Víctor Quiroga, Leónidas Gambartes y los muralistas mexicanos José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros”, sostiene la docente.
Actualmente, sobreviven muchas tradiciones populares y ancestrales, a pesar del contacto con la cultura occidental. De forma paralela, se fue produciendo un fenómeno de resignificación en las producciones precolombinas, de manera que, sin perder el contenido simbólico que tienen para la comunidad, los propios artistas también las realizan y adaptan con el propósito de su comercialización. Un caso interesante es el de México, cuya producción de amates (souvenirs turísticos) adquirió una enorme fama en todo el mundo. En los últimos años, se llegó a la cifra record de dos millones de amates vendidos al Japón.
Sin embargo, la mercantilización del arte conlleva ciertos riesgos. Tal es el caso de las obras realizadas por comunidades indígenas sometidas a ciertos criterios estéticos para adaptarse al gusto de los compradores. “Para el Producto Bruto Interno de México, la venta de artesanías es fundamental. Hay muchas políticas culturales en torno a este tema, pero el problema se origina cuando la cultura oficial, en actitud paternalista, le indica a las comunidades qué sirve y qué no”, señala Dragoski y recuerda las palabras del filósofo Rodolfo Kusch: “Para hacer un arte americano, habría que sacrificarse por Latinoamérica y asumir su historia, en lugar de tratar de imitar aquello que se produce en el llamado Primer mundo”.
La Cenicienta de las artes
Juanito Laguna era apenas un niño y vivía en la pobreza. Pero, de la mano de su creador, Antonio Berni, logró lo que nadie antes pudo: consagrar la técnica del grabado, históricamente considerada dentro de las “artes menores”. Incluso, esta legitimación llegó en una época en que las obras abstractas eran las protagonistas. A pesar de eso, esta serie de xilografías figurativas con contenido de denuncia ganó, en 1962, el gran premio de la Bienal de Venecia, uno de los reconocimientos más importantes para un artista plástico argentino.
La principal característica del grabado es que se trata de un original múltiple: a partir de una matriz, se obtiene una tirada de impresión seriada y cada uno de estos ejemplares tiene un valor como obra de arte. Gracias a la multiejemplaridad y la fácil circulación a través del soporte papel, el grabado estuvo tradicionalmente vinculado a los movimientos de denuncia social y política, con especial presencia en revistas de militancia, como las relacionadas con la Guerra Civil Española. A su vez, estas características de reproducción condicionaban a la técnica a un formato pequeño y al monocromatismo, es decir, al blanco y negro.
“Se consideraba al grabado como la ‘Cenicienta de las artes’ debido a que el paradigma modernista privilegiaba a las obras abstractas por sobre las figurativas”, precisa la Doctora en Historia del Arte Silvia Dolinko, docente de la Maestría de Comunicación, Cultura y Discursos Mediáticos de la UNLaM. “Además, en los años ’60, se produce una democratización de los consumos, que está relacionada con la ampliación del público vinculado al boom de la literatura latinoamericana, compuesto por una clase media ilustrada, ávida de novedades y de acceder a bienes simbólicos que habían sido más restringidos hasta ese momento”, remarca.
En este período signado por tensiones entre lo viejo y lo nuevo, Berni apostó a la experimentación, pero manteniendo la técnica de grabado tradicional de contenido político y social, que era, además, una característica esencial de toda su obra. “Su caso era el más visible, pero no el único. Había todo un marco de desarrollo de gráficas experimentales, que incluía a artistas como Luis Seoane. Estaban abriendo nuevas posibilidades, incorporando el collage, el relieve, el color y la textura de la madera como factor expresivo”, destaca Dolinko, también investigadora del CONICET.
A la par de los cambios de paradigmas, a fines de los ’50s, se produce una reformulación de los planes de estudio, y el grabado adquiere el estatuto de disciplina autónoma en las escuelas de Bellas Artes y en diversas universidades del país. Esta apertura hacia técnicas artísticas tradicionalmente marginadas favoreció, también, el desarrollo de la cerámica y el tapiz artístico. “En los ’60s, se da el fenómeno de una cantidad de artistas plásticos que exploran con el tapiz, una técnica que comparte con el grabado la particularidad de conllevar una tensión entre lo artístico y lo artesanal”, apunta la investigadora.
¿Arte en los medios?
Apartir del siglo XIX, las innovaciones tecnológicas sacudieron los cánones del arte. Desde entonces, muchos artistas recibieron los nuevos aires modernizadores como una amenaza a su tarea. “El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”, fustigó Bertold Brecht, ante el lugar cada vez más predominante de la fotografía.
Desde una perspectiva conservadora, muchos críticos e historiadores del arte sostenían que las películas adormecían los espíritus, las radionovelas fomentaban la ignorancia y los incipientes programas de televisión acentuaban la alienación del público frente a la pantalla chica. No obstante, en las décadas del ‘50 y del ‘60, se comenzaron a discutir estas nociones y a plantear la posibilidad de expresiones artísticas a través de los medios de comunicación. Por entonces, se dio una explosión de los consumos culturales. Se compraban masivamente colecciones de historietas, revistas de análisis político, libros de crónica latinoamericana, a la par de los últimos estrenos del cine, el teatro y la televisión. Aunque, claro, muchas de estas expresiones se quedaban afuera del consumo académico.
“En el medio televisivo puede haber arte. En novelas y series hay innovación, belleza, creación de algo que puede conmover y emocionar a través de los gestos, los diálogos, la puesta en escena, la edición y la iluminación, y esto no se observa únicamente en producciones adaptadas de un original prestigioso o literario”, enfatiza Nora Mazziotti, docente e investigadora de la carrera de Comunicación Social de la UNLaM.
En las últimas décadas, la telenovela se erigió como la nueva “pasión de multitudes” y, desde Latinoamérica, se volvió un producto de exportación hacia el mundo. Brasil, Venezuela, México y Argentina fueron los pioneros de este género. En su libro Telenovela: industria y prácticas culturales, Mazziotti analiza la manera en que este género televisivo puede cumplir una función simplificadora de ciertos aspectos de la realidad.
“Hace poco, una alumna de la UNLaM realizó una buena tesis sobre la serie El Puntero, en la que analiza la estigmatización del dirigente político y la manera en que se plantea la concepción del clientelismo. En el programa, se propone que a los dirigentes los apoyan por un pancho y una coca, y se muestra que siempre negocian de manera poco honesta. Entonces, por más que la serie tenía aspectos buenos a nivel visual y de relato, partía de una premisa reduccionista”, afirma Mazziotti.
Así y todo, los formatos televisivos pueden despertar emociones y provocar experiencias estéticas, como las que se desarrollan frente a una obra plástica o un concierto. “Así como, en otras décadas, el bolero hablaba sobre cómo se debía sentir el amor o cómo sufría una persona enamorada, hoy, la televisión también puede mostrar cómo se transita el amor en esta época, cómo se piensan las relaciones de pareja, entre otras cuestiones”, plantea la investigadora en medios audiovisuales.
Rompiendo las barreras elitistas
Las universidades y los museos fueron, por mucho tiempo, el refugio del “gran arte”. Todo aquello que no cumplía con las reglas de la estética se convertía en marginal y, así, quedaban excluidas muchas experiencias que rompían con la idea occidental de artista. A su vez, el acceso a las obras era un símbolo de status y, por eso, se creyó que solamente las personas más instruidas podían apreciar el arte.
Actualmente, muchos proyectos universitarios están proponiendo poner al alcance de todos lo que antes era de unos pocos. En la UNLaM, por ejemplo, se desarrollan muestras permanentes de reproducciones de obras consagradas de la historia del arte. Solo con transitar por los pasillos de la Universidad, los alumnos, los docentes y el personal no docente pueden conocer, con una rápida mirada, las características de diversos movimientos pictóricos.
“Lo que buscamos es llevar el arte a toda la comunidad académica y la muestra permanente cumple una función de democratización de la cultura”, manifiesta Armando Seisdedos, secretario de la Escuela de Formación Continua de la UNLaM. “Los pasillos de la universidad son más propicios que las salas del museo, porque así se rompe con la visión elitista del arte, que es muy grave y errónea”, esgrime.
Próximamente, alumnos de arte catalogarán con fichas técnicas las obras de las muestras permanentes, para que los que deseen ver más detenidamente un cuadro sepan quién es su autor, en qué año fue presentado, cuáles son sus dimensiones y en qué museo reside el original. “Apreciar el arte debe ser un derecho de todos”, concluye Seisdedos.