El camino de la memoria
La dictadura militar que se instauró la noche del 24 de marzo de 1976 fue la más sangrienta y cruel de la historia de nuestro país. La Escuela de Mecánica de la Armada fue, y sigue siendo, el triste símbolo de esos años de terror. Hoy, se constituye como bastión de la militancia por la memoria, la verdad y la justicia.
María Laura Guevara (Agencia CTyS)* Caminar por el predio de la ex-ESMA es transitar un camino donde se mezclan el dolor del horror vivido y la esperanza que conlleva haberle ganado ese espacio al olvido.
El ex centro clandestino de detención y exterminio conocido como ESMA ocupa 17 hectáreas, con 35 edificios en total, sobre una de las principales avenidas de la Capital Federal, y es administrado por el Instituto Espacio para la Memoria (IEM), ente tripartito formado por el Estado nacional, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y diferentes organismos de derechos humanos.
Con la construcción y recuperación de la memoria colectiva como objetivo principal, el área de conservación y seguimiento de obras del IEM, se encarga de preservar y proteger el patrimonio arquitectónico del lugar.
Cuando se hizo efectivo el traspaso del predio a manos del ente, el grupo de conservación realizó un relevamiento exhaustivo en aquellos edificios donde se sabe, o se supone, hubo detenidos-desaparecidos encerrados o trabajando, como el pabellón COI, la enfermería, la imprenta, el taller automotor y el ya conocido, casino de oficiales.
En esa primera aproximación, debajo de gruesas capas de pintura que intentaron acallar lo que pasó, se encontraron marcas hechas por los detenidos que estuvieron en cautiverio en la ESMA, así como también pequeños elementos que se constituyen como indicios de lo que fue la vida de los presos en el centro clandestino.
“En capucha -lugar donde mantenían a los detenidos-, encontramos varios objetos y, de a poco, fuimos vinculándolos con testimonios”, cuenta María Rosa Martínez, encargada del Área de Preservación Patrimonial y Obras de Restauración de los Sitios de Memoria del IEM.
Restos de soldaduras, que fueron vinculados con un sector de “pecera” donde funcionaba un taller de electrónica, tapitas de gaseosa, colillas de cigarrillos y sobrecitos de shampoo, son algunos de los elementos que se encontraron, escondidos, dentro del casino.
Las diferentes inscripciones que se encontraron, tanto en “capucha” como en “capuchita”, fueron hechas con incisiones, con tinta y con grafito. Y frente al deterioro que el tiempo y la humedad produjeron en los edificios, el trabajo de conservación es constante.
“Algunos de los muros tienen un trabajo de conservación porque son muy frágiles y se deterioran rápidamente. En algunos hemos agujereado los muros para que drene la humedad y así, poder secarlo rápidamente. Otros tienen procesos químicos”, relata Martínez.
Fue “Capuchita”, donde permanecían los prisioneros a cargo del SIN (Servicio de Inteligencia Naval), el lugar en el que se hallaron la mayor cantidad de marcas. “Encontramos un número de teléfono, una cruz con la palabra fe, los nombres Mónica y Héctor Marcelo, y un corazón con la fecha (1978)”, describe la conservadora.
“Las paredes fueron pintadas a nuevo por los militares. Todo lo pintaron de nuevo. Pero, por la humedad, esa película pictórica se ampolló. Entonces lo que hicimos fue sacar esa capa de pintura. En realidad, es lo contrario a lo que hacemos, pero el deterioro nos ayudó a poder encontrar todas estas marcas”, comenta Martínez.
Las huellas que quisieron ser tapadas
En 1979, y frente a la inminente llegada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la armada modifica la edificación del casino de oficiales para que no fuera reconocido como centro clandestino de detención.
Pero las mentiras tienen patas cortas y, con el tiempo, la verdad sale a la luz. Gracias a ciertas refacciones que el grupo que dirige Martínez tuvo que hacer debido a pérdidas de agua, encontraron los resortes del ascensor que unía el salón principal, conocido como “el dorado”, y el sótano, lugar donde se llevaban a cabo las torturas y parte del trabajo esclavo.
Una marca que ni el terror pudo borrar fue la de Horacio Maggio. Lo que se lee en el tirante de metal de “capucha”, con un trazo resistente, hecho por un resistente, es “Maggio 27/12/1977”.
Este empleado del Banco Provincial, delegado gremial y militante de las FAR, fue secuestrado y llevado a la ESMA en 1977, año en el que deja su huella en “capucha”. Casi un año más tarde, logra escapar durante una salida transitoria, a pesar de estar custodiado.
El grupo de tareas de la ESMA vuelve a capturarlo y es asesinado brutalmente. Su cuerpo sin vida fue exhibido en el estacionamiento del casino, a modo de “adoctrinamiento” para los detenidos-desaparecidos que allí permanecían.
El camino de la recuperación
Hoy, los diferentes edificios del predio de la ex ESMA están adjudicados a los distintos integrantes del ente autárquico y organismos de derechos humanos. Pero el proceso de rescate no fue fácil.
El predio, originalmente, pertenece a la Ciudad de Buenos Aires y fue cedido a la Armada en 1924, con una cláusula que especificaba que debía ser utilizado con fines educativos. De no ser así, volvería a manos de la Ciudad.
En 1998, el entonces presidente Carlos Menem firma un decreto para desalojar el lugar, derribarlo y construir allí lo que se llamaría “Parque de la Unidad Nacional”.
“La Marina lo apoya con un informe técnico diciendo que es una escuela obsoleta, que los edificios no servían, que se tenían que mudar a Puerto Belgrano. Pero la ciudad se interpone y expresa su deseo de convertirlo en un museo para la memoria. Ahí se paró todo”, relata Daniel Schiavi, quien fue coordinador del primer grupo que desembarca en la ESMA luego de la recuperación.
Para evitar ese traspaso, mudan a las instalaciones del Liceo Almirante Brown, la escuela náutica y la escuela fluvial. Pero el destino ya estaba decidido y, en 2002, la legislatura porteña aprueba la ley N° 961 que crea el Instituto Espacio para la Memoria.
Finalmente, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Estado Nacional acuerdan la restitución del predio para fines de 2004 y la creación de un “Espacio para la Memoria y la Promoción y defensa de los Derechos Humanos” en el lugar.
Durante esos primeros años, los organismos de DD.HH. tuvieron que convivir con los últimos bastiones de la Armada que quedaban. “La convivencia fue muy correcta. Hubo problemas, al principio, con los familiares de los chicos que asistían al Liceo Naval, pero ellos en general se portaron bien, aunque intentaron resistir la entrega”, dice Schiavi.
El desalojo completo se lleva a cabo en 2007, y, tras esto, se empiezan a organizar los primeros grupos de guías. “Fue muy duro. Armar los relatos para nosotros significó hablar con los sobrevivientes y leer testimonios muy terribles”, sintetiza Daniel Schiavi.
“Pero, al mismo tiempo, teniendo en cuenta el momento histórico, está el sentir de que estamos escribiendo pequeños renglones de una historia muy fuerte, un proceso”, agrega.
Al reflexionar sobre los objetivos, Schiavi es contundente: “Nuestro trabajo fundamental es la preservación de la memoria, su transmisión. La visita al casino no tiene intención de causar temor ni temblor pero tiene que tener un respeto. Es responsabilidad nuestra, mantener el respeto y mantener protegido lo que es el recorrido del sitio histórico”.
La vida que se llevaba…la vida que se iba
Víctor Basterra fue detenido en 1979 y conducido al casino de oficiales. Salió de allí en 1983, una vez retornada la democracia. Durante su estadía, al igual que muchos otros que transitaron esos pasillos, fue utilizado como mano de obra esclava.
“A mí me pusieron como falsificador de documentos. Nunca había falsificado nada pero era obrero gráfico especializado en cheques. Durante tres años y ocho meses me bajaban a las 7 de la mañana y me subían a las 10 de la noche. No parábamos de trabajar. Nos decían `trabajas o te morís`”, cuenta Basterra.
La descripción de “Capucha”, el lugar donde permanecían todos los detenidos del grupo de tareas que manejaba Emilio Massera, es sólo una aproximación al horror vivido: “En invierno el frío era muy bravo. En verano, el calor era agobiante, las condiciones de limpieza eran horribles. Las palizas, en el primer mes, eran constantes. Era un lugar de reflexión horrible. Estábamos encerrados en pequeños cajones de muertos”, agrega.
Historias de valentía dentro del horror que significó la dictadura militar hay muchas. Pero fue el coraje de Víctor Basterra el que permitió que hoy se conozcan los rostros que operaron en el grupo de tareas de la ESMA.
“Mi primer acto reflejo de resistencia fue guardar un rostro que intentó ser ocultado. Ellos usaban documentos falsos, a veces ni la familia, ni los vecinos, ni nadie sabía que el tipo era un “pesado” del grupo de tareas. Entonces, yo guardaba esa foto”, narra Basterra.
“Ese fue el inicio. El círculo se cierra cuando se muestran a la justicia, pero, mientras tanto, hubo un trabajo de tres años de estar siempre alerta, sin confiar en nadie, sin decírselo a nadie. Los resistentes somos así”, agrega.
“Me preocupa que la historia sea interpretada como corresponde, porque acá se jugaron muchas cosas, aparte del dolor personal que uno pudo haber pasado. Una vez vuelta la democracia, se ejercitaron mecanismos para establecer la impunidad y para mí es fundamental luchar contra eso porque hay cosas que no tienen perdón. Acá se violó sistemáticamente, se torturó a todos, se robó y por último, se los hizo desaparecer. Yo no lo puedo perdonar”, sentencia.
Víctor recibió un mandato de sus compañeros de capucha. “Si zafás, no dejes que se la lleven de arriba”, cuenta que le pidieron. Y Víctor cumplió.
*Colaboración: María Florencia Alcaraz