Exploradores de herbicidas naturales
El doctor en Bioquímica y Biología Molecular por la Universidad Nacional de Rosario, Gustavo Sosa, lidera un grupo de investigación que se dedica a buscar plantas cuyas sustancias químicas repelen a otras especies de manera natural, por lo que pueden ser usadas para producir herbicidas inocuos para el ser humano y el medio ambiente. Además, contar con diferentes opciones para fumigar evita que las malezas desarrollen resistencia.
Nadia Luna (Agencia CTyS) – Los agroquímicos y la soja transgénica conforman los pilares del modelo económico de la Argentina. Pero, al mismo tiempo, son sinónimo de polémica.
Quizás esto se deba a que surgieron durante la Segunda Guerra Mundial, de la mano de los ingleses, con el fin de destruir los cultivos alemanes. Quizás influya que Estados Unidos los haya usado, también, en la Guerra de Vietnam. O quizás tenga que ver con el crecimiento anual de las denuncias de científicos, ambientalistas y habitantes de pueblos fumigados, por el aumento de casos de malformaciones, cáncer y abortos espontáneos.
La cuestión es que, según datos de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, cuando en 1996 se autorizó la soja transgénica en Argentina, los productores usaban apenas dos o tres litros de herbicidas por hectárea. Actualmente, debido a la resistencia desarrollada por las malezas a lo largo de los años, a causa del acostumbramiento a un mismo agroquímico, fumigan con diez o doce litros para misma superficie. De esta manera, hoy se utilizan más de 300 millones de litros en todo el país.
Para encontrar alternativas que aseguren su inocuidad y evitar que las malezas desarrollen resistencia, el doctor en Bioquímica e ingeniero forestal Gustavo Sosa, junto a investigadores del Instituto de Biología Molecular y Celular de Rosario (IBR – CONICET / Universidad Nacional de Rosario) se dedican a buscar plantas cuyos compuestos químicos pueden usarse como herbicidas naturales, selectivos y no tóxicos para el ser humano y el medio ambiente.
“Buscamos alrededor de cien plantas por mes y extraemos su principio activo. Para esto, primero determinamos las zonas del país que tengan clima seco y alta radiación solar. Luego, seleccionamos las plantas que observamos que, bajo ciertas características, pueden contener inhibidores de la germinación”, relata Sosa a la Agencia CTyS. El grupo se completa con Néstor Carrillo, Eduardo Ceccarelli y María Lucía Travaini.
Una vez que los científicos extraen muestras de las plantas seleccionadas del campo, las llevan al laboratorio para que un botánico las clasifique. Después, en otro laboratorio, las plantas se utilizan para realizar un extracto acuoso y se extrae el principio activo que tiene características de herbicida. “Probamos el principio activo mediante la germinación de semillas de lechuga, que son sensibles a los inhibidores. Para que una planta sea de nuestro interés, tiene que inhibir totalmente su germinación”, remarca el científico.
Combatiendo la resistencia de las malezas
La principal ventaja de un herbicida natural es que se puede degradar en el suelo. Además, este grupo de investigadores busca, particularmente, aquellos que sean selectivos. Es decir, que estos herbicidas sólo acaban con las malezas y plantas a las que repele naturalmente, pero no es tóxico para los seres humanos ni para el medio ambiente.
Por otro lado, la posibilidad de disponer de una mayor cantidad de herbicidas diferentes evita que las malezas se terminen acostumbrando y adaptando a uno sólo, un problema que, en la actualidad, obliga al productor a usar mayores dosis cada año.
“Si regás un campo siempre con un mismo químico, sea natural o artificial, a la larga las plantas se terminan adaptando. Siempre. De hecho, ya son varias las malezas que se adaptaron al glifosato. Por eso, lo mejor es tener un menú de distintos herbicidas para aplicarlos en ciclos de tres o cinco años, de manera que no se le dé tiempo a la planta de adaptarse”, aconseja Sosa.
Cuando Sosa conoció al pinitol
Según explica el investigador, los inhibidores de la germinación son consecuencia de la interacción química que se produce de manera natural entre las plantas, conocida como alelopatía. Se trata de diversos compuestos químicos que liberan las plantas para atraer o repeler a otros organismos, tanto del reino vegetal como del reino animal.
Por ejemplo, el algarrobo deja crecer a su alrededor solamente a otros parientes suyos, pertenecientes a la familia botánica de las leguminosas, como la soja. Justamente, fue al observar esto que Gustavo Sosa se topó, hace más de veinte años, con el pinitol.
“Un día de 1986, mientras estudiaba ingeniería forestal, noté que los algarrobos crecían uno al lado del otro y no dejaban crecer malezas ni árboles de otras especies entre medio de ellos. Entonces, hice una purificación de las vainas de algarrobo y encontré que había un azúcar que, en ese momento, no podía purificar porque no tenía los elementos necesarios”, cuenta el científico.
Dos décadas más tarde, Sosa consiguió financiación de parte de un grupo inversor y pudo continuar la investigación. Así fue que, finalmente, lograron purificar el principio activo que resultó ser el pinitol, un inhibidor de la familia de las leguminosas que hace que sólo los miembros de dicha familia quede albergada bajo esa tolerancia química.
En cuanto a la diferencia de rentabilidad entre los agroquímicos que se usan actualmente y el pinitol, Sosa señala que aún no es posible saberla porque éste último aún debe ser trabajado químicamente para llegar al mercado.
“Lo que hicimos nosotros es como encontrar un molde o un chasis. Un chasis que tiene propiedades herbicidas, pero al que hay que agregarle las puertas, las ruedas, el baúl, es decir, hay que hacerle una serie de cosas para que llegue al mercado”, puntualiza el bioquímico. “Nuestro rol es descubrir. Carecemos de infraestructura y capacidad financiera para seguir el desarrollo de las moléculas. Eso lo tiene que hacer la industria”, concluye.
Por eso, en este momento, la patente del pinitol quedó en manos de una multinacional europea que lo está desarrollando. Mientras, los investigadores del IBR siguen en la búsqueda de nuevos chasis que puedan transformarse en futuros campeones de Fórmula 1.