“Disfrutar de una relación plena con el resto de lo viviente no es un lujo, sino un derecho”
La bióloga e investigadora de CONICET y profesora en la Universidad Nacional de Córdoba, Sandra Díaz, reflexiona sobre el peso creciente que tiene la biodiversidad en el discurso social, pero señala que, a nivel global, los esfuerzos para paliar la crisis ambiental son insuficientes. “Los modelos imperantes no están pagando todos los costos ambientales y sociales de su operación”, advierte.
Carolina Vespasiano (Agencia CTyS-UNLaM) –Un millón de especies están amenazadas con la extinción. A esa conclusión llegaba, en 2019, el informe de la Plataforma Intergubernamental de Ciencia-Política sobre Biodiversidad y Servicios de Ecosistemas (IPBES), acaso el más exhaustivo y colaborativo en la historia de la ciencia contemporánea. Casi dos años después, con varios incendios forestales masivos y una pandemia aun vigente, la conclusión sigue siendo la misma y el margen de maniobra para evitarlo, es cada vez más reducido.
“El discurso ambiental se ha instalado cada vez más; la gran mayoría de los gobiernos casi que se sienten en la obligación de usarlo. Sin embargo, cuando miramos qué se está haciendo concretamente más allá de lo discursivo, el panorama es deprimente”, asevera la investigadora superior de CONICET y docente universitaria Sandra Díaz, quien copresidió aquel estudio sin precedentes y fue galardonada en numerosas ocasiones por sus aportes en el campo de la Ecología.
En diálogo con Agencia CTyS-UNLaM, la experta, recientemente distinguida con el “Premio Fronteras del Conocimiento” de la Fundación BBVA, repasa distintos aspectos de su carrera, analiza el lugar que tiene la agenda ambiental en la actualidad y exhorta a pensar alternativas de desarrollo basadas en “el respeto al tapiz de la vida”.
-Uno de sus temas principales de estudio es la biodiversidad funcional. ¿De qué se trata?
Lo que hacemos es estudiar las plantas, no desde el punto de vista de su filogenia y taxonomía (que sería, metafóricamente, algo como estudiar el nombre, apellido y árbol genealógico de las personas), sino prestando atención a las características corporales que dan pistas de cómo reaccionan al ambiente y de cómo afectan a otros organismos, a los ecosistemas y a la gente (correspondería, metafóricamente, a considerar las características físicas y comportamentales de una persona que dan pistas sobre su profesión y lugar de trabajo).
-¿Qué ventajas tiene este enfoque?
El enfoque de la biodiversidad funcional permite lo que yo llamo un nivel de complejidad intermedio, un camino que evita dos extremos. Un extremo sería tratar a cada especie como si fuera un caso único e irrepetible, que hace casi imposible la generalización, ya que hay cientos de miles de especies de plantas. Otro extremo es tratar cada especie como un punto en un modelo estadístico o matemático, asumiendo que todas las especies son iguales en respuestas, funciones y abundancia. Navegando entre estos dos extremos nos concentramos en entender “diferentes estilos generales de ser planta” que se repiten más allá de la identidad taxonómica. Esto permite hallar mecanismos para entender ya no si la biodiversidad es importante para los ecosistemas y la gente, sino de qué modo es importante. También, ir más allá de la vaga generalización de que la biodiversidad es afectada por las presiones humanas hacia cómo estas presiones afectan qué partes de la biodiversidad.
-A lo largo de su carrera, ¿cómo fue mutando el sentido que se le da a la "biodiversidad"?
Cuando estudiaba biología en la Universidad Nacional de Córdoba, “biodiversidad” era un término que muy poca gente, los especialistas, conocía. En general, se restringía al número de especies y para la gran mayoría del público no tenía significado. Se ha producido una gran transición a la situación que tenemos hoy. Ahora, biodiversidad básicamente quiere decir “todo lo viviente sobre el planeta”, es más cercano a la idea de “naturaleza” y le suena en mayor o menor medida a la gran mayoría de los actores sociales, que se van apropiando del concepto. Hoy, se está instalando socialmente la idea de que la biodiversidad, o la naturaleza, como yo prefiero llamarla, es algo que es relevante, imprescindible, indivisible para todas las personas. Incluso se ve cómo se la va incorporando a distintas narrativas sociales, de modo más o menos profundo, más o menos correcto, con diversas intenciones, pero sin duda hay una presencia del concepto que era inimaginable hace unos 10 o 20 años.
-En esa línea, ¿De qué forma se concibe hoy la relación naturaleza-sociedad?
Históricamente, han predominado concepciones donde la naturaleza es un recurso totalmente separado de, y totalmente al servicio de, las personas. Estas concepciones están en la base de los enfoques economicistas y desarrollistas. Y, por otro lado, las concepciones románticas y en general elitistas de que la naturaleza es un paraíso perdido al cual hay que aislar de toda intervención humana para protegerlo. Pero las dos concepciones se basan en la misma noción básica: los seres humanos totalmente separados del resto de lo vivo. Hoy en día, está claro que esto no se sostiene por ningún lado. Hoy, hablamos de concepciones “gente y naturaleza” donde no hay una división y subordinación, sino un entretejimiento estrecho. Pero no es que esta “nueva” concepción haya reemplazado totalmente a las demás. Los tres modelos generales coexisten, engendrando diferentes discursos y medidas prácticas.
-Poco tiempo después del informe IPBES, irrumpieron incendios a gran escala y en distintas regiones del mundo y, posteriormente, la pandemia de COVID-19. ¿Qué lectura hace de las respuestas que dieron los Estados a este contexto?
Creo que estos dos casos son ejemplos vívidos, casi diría cachetazos que despiertan. Son ejemplos de que esto que decimos que todo lo vivo, incluyendo, por supuesto, los seres humanos, está conectado. No es una metáfora new age, sino una realidad, para bien y para mal. En cuanto a las respuestas gubernamentales, en lo inmediato y humanitario, éstas varían según los países. En cuanto a lo ambiental, odio decir que, en general, han dejado mucho que desear. El discurso ambiental se ha instalado cada vez más; la gran mayoría de los gobiernos casi que se siente en la obligación de usarlo. Sin embargo, cuando miramos qué se está haciendo concretamente más allá de lo discursivo, el panorama es deprimente.
-¿Por ejemplo?
Un informe reciente del impacto ambiental asociado a los paquetes de estímulo de la economía post-pandemia a nivel mundial, muestra que sólo el 12 por ciento de lo que se invierte en los paquetes de rescate post-pandemia por los países va a medidas “verdes”. El resto de las medidas es francamente negativo desde el punto de vista del clima, la naturaleza y la salud a mediano-largo plazo de la gente. Esto quiere decir que su implementación significará no sólo no quedar mejor que antes de empezar la pandemia, sino quedar peor. Dentro de este panorama general, hay algunas luces de esperanza: algunos países están dando señales claras. Si efectivamente implementan las medidas anunciadas, no sólo reactivarían sus economías, sino que serían positivas para la naturaleza y el clima.
_¿Cómo se puede superar este paradigma dominante? Sobre todo, pensando en los Estados emergentes.
El disfrutar de una relación plena con el resto de lo viviente y con los demás no es un lujo, sino un derecho y el modelo dominante no es la única forma de actividad económica. Hay modos alternativos que se basan en el respeto y la equidad entre personas y el respeto al entramado de la vida que nos atraviesa. Crean trabajo y bienestar, en contra de lo que se suele sostener. El hecho de que aparezcan como poco prácticos o poco rentables comparados con los modelos imperantes tiene que ver con el hecho de que los modelos imperantes no están pagando todos los costos ambientales y sociales de su operación. Los estados emergentes necesitan reposicionarse y también cambiar las narrativas que se han “comprado” y que mueven sus prioridades. La trampa es que hace falta un esfuerzo inédito para desmontar esas narrativas. Hace falta que todos los sectores que vienen sufriendo desproporcionadamente estos “pasivos ambientales” como suele llamárseles, exijan su derecho a otra relación con la naturaleza, su derecho a una buena calidad de vida.