El desafío de narrar lo inenarrable
¿Cómo se las ingenió el arte para intentar representar las masacres y genocidios? Investigadores analizan las fórmulas utilizadas a lo largo de la historia y examinan el caso de la última dictadura argentina: siluetas y fotografías para hacer presente al ausente.
Nicolás Camargo Lescano (Agencia CTyS- UNLaM)- Rosario, 1979. Un grupo de jóvenes recorre una peatonal hasta que, de pronto, se “desmayan” y quedan tendidos en el suelo. A los pocos segundos, se paran y reanudan su marcha como si nada hubiera pasado. Práctica callejera convertida en arte, la escena busca alterar la “normalidad” y evidenciar lo que se vivía a nivel colectivo en todo el país.
La experiencia, que corresponde al grupo Cucaño, es apenas un ejemplo de cómo el arte intenta denunciar las atrocidades que se cometían. Es que dar cuenta del horror –sea en un campo de concentración nazi o en los sótanos de la ESMA- implicó serias dificultades e intensos debates éticos y morales. ¿Es posible representar una masacre o genocidio? ¿Cómo contar lo que nadie pensaba que podría existir…pero que existió?
En Cómo sucedieron estas cosas (2014), José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski analizan las posturas sobre las posibilidades de narrar lo aparentemente inenarrable. “Se plantean varias cuestiones. En primer lugar, se argumenta que se trata de crímenes de tal magnitud que es imposible, a partir de las herramientas del lenguaje o la figuración, contar estas experiencias terribles -plantea Kwiatkowski, doctor en Historia e investigador del CONICET-. Incluso en el caso de los perpetradores hay ejemplos históricos en los que sostienen que las palabras no alcanzan para contar lo que pasó”.
En el caso argentino en particular se suma la cuestión del pedido de justicia por los desaparecidos. Este escenario permitió el surgimiento de una fórmula conocida como duplicación o uso del doble, tales como la silueta. “Tiene que ver con que las desapariciones no permiten a los familiares de las víctimas completar el ritual funerario usual luego de la pérdida del ser querido” explica Kwiatkowski, que además es docente de la Universidad Nacional de San Martín .
Los orígenes y alcances de la silueta como forma de denunciar y al mismo tiempo interpelar fueron analizados en El Siluetazo (2008), conjunto de artículos compilados por Ana Longoni y Gustavo Bruzzone. “La silueta es, sin dudas, una de las matrices más relevantes de representación de los desaparecidos- subraya Longoni, doctora en Artes e investigadora del Instituto Gino Germani-, a tal punto que es emblemática y muy reconocible sobre cómo se los representan”.
En Argentina, la idea de la silueta surgió a partir de un proyecto de los artistas Rodolfo Aguerreberry, Guillermo Kexel y Julio Flores. La inspiración les había llegado a partir de un trabajo de Jerzi Spasky, artista polaco que cuantificaba a las víctimas del campo de concentración de Auschwitz a partir de miles de pequeñas siluetas. El trío local, en cambio, llevó la experiencia a escala natural: cualquiera podía tenderse y que le dibujaran la silueta para representar a un desaparecido.
“Esa dimensión le agrega una cuestión del lugar que ocuparían entre nosotros los ausentes, a la vez que implicaba poner el cuerpo para poder prestarle la huella a los desaparecidos”, relata Longoni. La experiencia, llevada a cabo el 21 de septiembre de 1983, se transformó en una manifestación artística colectiva al aire libre.
La otra matriz de peso a nivel local fue la utilización de la fotografía, primero de forma espontánea y luego de forma más sistemática, centralizada en un archivo común. “Santiago Mellibosky, fotógrafo amateur y padre de una joven desaparecida, comenzó en abril de 1983 a juntar fotos de otros desaparecidos para formar un banco de datos. Es decir, se pasó del gesto de llevar la foto de ‘mi ausente’ a disponerla para un uso colectivo, como la bandera que se utilizó en la marcha a 20 años del golpe”, puntualiza.
En la perspectiva de la experta, la diferencia entre estas modalidades radica en el vínculo del manifestante. “La silueta marca la ausencia y cuantifica el espacio físico que ocuparían esos 30 mil cuerpos, mientras que la fotografía ancla en una historia particular. Si en el primero el manifestante se pone en lugar del ausente, en el segundo hay un vínculo afectivo y amoroso de parte de quien porta la foto”.
Otras experiencias incluyeron el uso de la máscara blanca, donde se borraba el rostro del manifestante para que se convierta en el que no está. Luego se impugnó esta técnica por considerar que las máscaras borraban lo más personal de cada sujeto y así se replicaba lo que había hecho la dictadura. También se apeló a la silueta de las manos, en una campaña conocida como “Dele una mano al desaparecido” y donde se llegaron a recolectar medio millón de manos, cada una con una consigna, nombre o mensaje especial.
La cacería, el martirio y el infierno
Claro que la duplicación y el uso de dobles no fueron las únicas fórmulas utilizadas para intentar contar las masacres. En Cómo sucedieron estas cosas, Burucúa y Kwiatkowski identificaron tres en particular. La figura de la cacería, por un lado, fue utilizada tanto en la Antigüedad como en la invasión europea en América, donde términos como “carnicería” o la metáfora de la víctima como “presa” tuvo mucha presencia, aunque también se utilizó para atribuir la ferocidad animal a los victimarios.
En la Edad Media, en cambio, fue más frecuente la fórmula del martirio, sobre todo el martirio colectivo. Esta fórmula dio paso a la figura del infierno como imagen de experiencias extremas y radicales, al tiempo que era planteado por los victimarios como una justificación ya que los muertos aparecerían como legítimamente condenados.
Para los expertos consultados, el paso del tiempo modifica los modos de representación, ya que también cambian los interrogantes, lo que se puede decir o cómo se lo dice. “Incluso, los movimientos de Derechos Humanos cambian su énfasis, hay diferentes momentos dentro de la historia que obviamente repercuten sobre los modos simbólicos para procesarla”, asegura Longoni. Por su parte, Kwiatkowski considera que cuando un grupo político utiliza fórmulas como la de la cacería o el infierno para describir a sus enemigos, “deberíamos prevenirnos respecto de la intención de deshumanizarlos y de la posibilidad de que una masacre tenga lugar”.